LA DEMOCRACIA NO EXISTE
EN DEFENSA DE UNA DEMOCRACIA
Definir lo que es la democracia supone pensar que
existe una definición exacta de lo que es la democracia. Las múltiples visiones
de lo que significa este término así como los modos para alcanzarlo nos hacen
suponer que no hay un modo objetivo para establecer lo que significa esta
palabra a la que tantos sistemas occidentales hacen alusión. Hoy vemos la
democracia desde nuestros ojos contemporáneos, pero la existencia de decenas de
modelos y teorías que giran en torno a la democracia han hecho perder a este
término todo su sentido y por lo tanto, tratar de alcanzar un sistema
democrático no depende de unos cánones establecidos, sino que depende de la
interpretación y la ideología de quien lo mire. Podríamos hablar de lo que es
nuestro modelo de democracia, pero ello no es la democracia, sino un modelo más
de democracia. Y es que la utilización de este término en el lenguaje cotidiano
ha creado una vulgarización del uso del mismo.
Es lo que en politología se suele llamar “conceptual
stretching” o “estiramiento conceptual”, que es la producción de una confusión
respecto al significado originario del término por el aumento de las
definiciones o denotaciones del mismo, lo cual provoca que se le vacíe de
contenido.
Si pudiésemos explicarle nuestra democracia a un
habitante ateniense de la época dorada de la democracia en Atenas seguramente
nos diría que lo que nosotros tenemos, la democracia representativa en la que
la política está profesionalizada, no es una democracia como tal, sino otro
modelo muy diferente. Porque mientras los atenienses apostaron por un sistema
de participación directa de los ciudadanos de la polis (ciudadanos que eran
hombres adultos no inmigrantes, es decir, ni mujeres, ni niños, ni
inmigrantes), nosotros hemos desarrollado un sistema de representación de los
distintos sentires de la población de nuestras naciones-estado.
No obstante, si hoy los países occidentales
miramos hacia Atenas y nos preguntamos si consideramos a aquello como una
democracia, nuestra respuesta será que no. Y la respuesta no puede ser otra,
puesto que ese sistema ateniense excluía de la esfera de lo público a las
mujeres, a los menores de edad y a todos los extranjeros que habitaban en la
polis griega. Eso hoy nos parecería un régimen atrasado, puesto que desde nuestra
mirada contemporánea la extensión del sufragio a todos los ciudadanos, sean
hombres o mujeres, es el mayor de los síntomas de que vivimos en una
democracia.
No obstante, decir que vivimos en un sistema
democrático no deja de ser una contradicción con mi idea principal, puesto que
mientras unos dicen que lo es, otros dicen que no, y ambos tienen razón, porque
la definición de la democracia depende de la concepción de ese término que
tenga cada uno. Es por ello que todas las interpretaciones de la democracia son
válidas y a la vez inválidas, puesto que siempre habrá quien no esté de acuerdo
con la idea de que lo que tenemos hoy en los países occidentales y más
concretamente en España es una democracia. Y puesto que no exista un modelo de
lo que es la democracia, sino que
existen muchos modelos de lo que es una
democracia a lo máximo que podemos aspirar es a explicar lo que es para
nosotros una democracia y esperar a que el resto de los ciudadanos compartan
nuestra postura y quieran así ponerla en marcha.
Tanta es la inseguridad a la hora de tratar el
término que podemos afirmar con rotundidad que democracia es aquello que
queremos que lo sea. Así, el régimen nacional-católico de Franco se consideró a
sí mismo como una “democracia orgánica” y el régimen de Corea del Norte se
autodenomina como una “república popular democrática”.
Es por ello que yo aquí no voy a explicar lo que
es la democracia, sino lo que para mí es un sistema democrático.
Una democracia es un sistema por el cual, en
primer lugar, los ciudadano (el demos) tiene el poder (krátos) para elegir a
sus gobernantes y al poder legislativo mediante unas elecciones periódicas,
libres e iguales mediante sufragio universal. Dentro de nuestros sistemas de
naciones-estado no es posible pensar en una democracia directa por la que la
ciudadanía sea la que, directamente, legisle y tome las decisiones políticas,
puesto que ese sistema directo sólo es aplicable a pequeños núcleos de
población, y no a los grandes países. Por lo tanto, el elemento esencial y básico
de una democracia es que el pueblo tenga el poder de elegir a sus
representantes en las cámaras legislativas. Mediante este importante elemento
se puede producir un ejercicio de toma de decisiones indirecto y de rendición
de cuentas directa en las urnas e indirecta mediante el debate entre los
propios representantes. No obstante a este término de democracia, que es el
pilar fundamental, debemos añadirle otros muchos que actúan como complementos
necesarios de lo ya dicho.
Esos complementos necesarios son la libertad de
prensa, como medio para permitir la libre formación del pensamiento y de la
opinión individual de los ciudadanos (aunque la prensa política debe contribuir
a la culturización de la población mediante el trato de calidad de los temas
políticos, no ha generar los tres pecados de la democracia: la utopía, el
populismo y la demagogia); la libertad de expresión, para permitir el libre
debate público de ideas y posicionamientos políticos, no obstante, esa libertad
de expresión ha de tener unos límites para no dar lugar a discursos que
fomenten el odio, el conflicto o el ataque agresivo contra una parte de la
población. La decisión de dónde colocamos esa barrera de la libertad de
expresión será el punto en el que se haga un daño grave a la otra parte de la
discusión. Así, en nuestro derecho reconocemos formas repudiables de expresión,
como son la utilización de la injuria, la calumnia o la responsabilidad de un
sujeto por dañar el honor, la intimidad y la propia imagen de otro.
Mediante estas premisas llegamos a la necesidad
del respeto de la ley y de la creación de un marco legal y constitucional para
salvaguardar los principios máximos de libertad. De modo que la existencia de
una Constitución elegida por la ciudadanía de un modo directo es también un
principio sine qua non para la consideración de un sistema como democrático.
Por tanto deducimos de esto que un sistema con una Constitución elegida
directamente mediante referéndum es un sistema democrático, puesto que se
organiza en torno a un marco legal que ha sido aceptado por una mayoría de los
ciudadanos.
Para la construcción de una democracia debemos
asumir que el demos está suficientemente capacitado para poder elegir a sus
representantes y a su gobierno, y debemos hacerlo porque de lo contrario un
sistema democrático devengaría en inútil, corrupto y deforme. Sólo con una
ciudadanía formada y capaz es lógico desarrollar una democracia, puesto que lo
contrario sería contar con una ciudadanía populista, manipulable y arengable,
que es sin duda la peor de las democracias. Un país democrático, por tanto, ha
de luchar por erradicar la utopía, el populismo y la demagogia, tres problemas
de las actuales democracias occidentales.
Siguiendo con esta dinámica, el mejor modelo de
democracia es aquel en el que la ley tiene fuerza, y esa fuerza se le otorga a
la ley si quienes la deciden tienen la legitimidad que da el voto en las urnas.
La ley es un instrumento de control tanto del poder como de la propia
ciudadanía, es el medio por el cual el pueblo se da unas reglas de convivencia
que permiten el libre desarrollo de la personalidad. En este punto, comparto la
reflexión maquiaveliana de que el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los
hombres, y las leyes les hacen buenos. Y ha de añadirse que la libertad de
autodesarrollo debe conducir a un sistema meritocrático a través del cual no es
más el que es más débil o el más fuerte, sino el que por sus méritos es el
mejor.
Llegados a este punto debemos preguntarnos si
queremos una democracia en el que la decisión de la mayoría se imponga a la
minoría o si, por el contrario, queremos un sistema democrático en el cual se
asegure a los pensamientos minoritarios. Bajo mi punto de vista el mejor
sistema democrático es aquel en el que los excelentes gobiernan, en el que la
ciudadanía elige a sus representantes y estos son los mejores. No podemos
sostener a gobiernos en los que haya individuos encargados de dirigir una
política de la cual no sean expertos, no podemos tener un sistema por el cual
personas sin formación superior dan órdenes y legislan por encima de los sabios
e intelectuales. Son los excelentes los que han de ocupar los distintos
ministerios, auténticos profesionales de su campo que sean capaces de llevar a
cabo medidas útiles y correctas sin dejarse llevar por el populismo, la
demagogia o la utopía.
Es por ello que no debe haber limitaciones a los
electores para que lo sean (como pretendía Mill aportando una idea de que el
voto de los sabios y excelentes era más valido, aunque no puedo negar que en
ocasiones sea una buena idea pensar en qué clase de persona deposita su voto en
una urna), sino a los elegidos para que no caigan en los tres mencionados
pecados de la democracia (utopía, demagogia y populismo). Esta visión que he
mostrado muestra grandes coincidencias con el discurso de J.S. Mill de la
tiranía de la mayoría, y yo soy un profundo defensor de esa visión
intelectualista de la política por la cual sólo los excelentes deben gobernar a
la masa.
Eso sí, como asumimos que la masa ha de elegir a
los excelentes, debemos crear una sociedad que tenga los conocimientos mínimos
para poder elegir correctamente, debemos educar a la ciudadanía para que
abandone su posible idiotez (en el sentido etimológico francés de la palabra,
es decir, “sin educación” o “ignorante”; y también en el sentido etimológico
griego de “persona que no se preocupa de los asuntos públicos”). Porque si la
ciudadanía no abandona su idiotez, el poder político tampoco lo hará jamás.
La democracia no pretende ni ha de pretender la
igualdad de todos los ciudadanos, sino la participación de todos los ciudadanos
desiguales para la elección de los excelentes. El ser humano está formado de
individuos que no son iguales ni biológica ni intelectualmente, y pretender
igualarlos implica restringir su libertad de pensamiento. La igualdad significa
la imposición de un ideal sobre el resto y representa todo lo contrario a lo
que es la democracia, es decir, la libertad para pensar distinto, para expresar
ideas distintas o para ser distintos a todos los niveles, incluso el nivel
económico. Imponer la igualdad económica significa dar carpetazo a la idea de
meritocracia, una idea que como dijimos es fundamental para aumentar en calidad
democrática. Por tanto, si queremos reducir la polarización económica de la
sociedad no debemos imponer la igualdad, sino que debemos permitir que la
meritocracia haga su trabajo libre y efectivamente.
No obstante, debemos admitir algunos ámbitos donde
exista la igualdad, estos terrenos igualitarios serán la igualdad de derechos y
obligaciones que comentaba Rousseau, la igualdad para poder acceder al poder o
de ascender social y económicamente mediante el mérito, y la igualdad de las personas frente a la ley y la
justicia. Eso sí, debemos atender a la definición del grado de igualdad en
estos ámbitos. Así, ha de ser la Constitución nacida de la voluntad popular la
que decida en qué grado se permite la igualdad en estos ámbitos.
Por último quiero finalizar con algunos pequeños
apuntes a modos de conclusión: un sistema democrático es aquel sistema que se
da para sí el propio pueblo, un sistema por el que los ciudadanos eligen a los
excelentes para que gobiernen, legislen, debatan y representen los distintos
sentires de la población. La democracia es ese sistema de libertades que
permite la autorrealización individual dentro de una vida pacífica colectiva. Y
por último, una democracia es un sistema que lucha para que sus tres pecados:
la utopía, la demagogia y el populismo, no invadan el escenario de la política.
Aunque, como bien decía al comienzo de este
ensayo, esta es sólo mi idea de lo que ha de ser una democracia, y no de lo que es la democracia como tal.